martes, 6 de mayo de 2014

CLAUSEWITZ Y FREUD (Propuesto el sabado 10 de Mayo, en Exactas, 9 horas)


CLAUSEWITZ Y FREUD: la guerra y el poder. El duelo como esencia de todo conflicto. Cuarto Capítulo del Libro “Freud y el problema del poder”, Leon Rozitchner.
            En el primer capítulo nos referimos a un problema fundamental: como en Freud lo subjetivo, lo más individual, se prolongaba hasta encontrar el problema de las masas, de lo colectivo y de lo histórico. En ese primer abordaje todo giraba en torno del Edipo individual, constituido por una primera salida infantil en falso, imaginaria e individual. Luego señalamos como en Freud mismo la estructura edipica, primera matriz social-despótica, se prolongaba necesariamente hasta encontrar su sentido adulto en una concepción colectiva, las masas artificiales, cuyo origen histórico formulaba Freud a partir de una hipótesis “mítica”: el tránsito de desde la horda primitiva hacia la alianza fraterna. El origen del enfrentamiento infantil se hallaba en el origen histórico de un enfrentamiento colectivo y adulto. Por medio de esta explicación, sentada de manera hipotética, Freud trato de fundamentar el origen histórico y colectivo de una psicología individual.
            Si partimos de este origen histórico, de la horda primitiva, hasta encontrar el sentido de las masas artificiales actuales, el Edipo ya no es explicable solo en términos individuales, infantiles e imaginarios, a pesar de que el niño efectivamente lo viva como tal. El sentido del enfrentamiento infantil descubre su sentido histórico y social incluyéndose  en un enfrentamiento adulto, real y colectivo. Lo adulto, lo real y lo colectivo es aquello desde lo cual alcanza su verdad lo infantil, imaginario e individual.
            Mostramos también que este doble origen, en Freud, ya no era explicable como un tránsito continuo de la naturaleza a la cultura. En ambas aparecía una discontinuidad histórica, producto de un enfrentamiento radical. Mas allá de un avance pausado y rítmico y sin saltos hacia el progreso, tanto en el origen histórico de lo colectivo como de lo individual es preciso suponer una discontinuidad en los albores de la historia misma. Es la protohistoria en la historia, de algo previo y fundamental: la génesis de las formas colectivas e individuales en su modalidad actual de masas sometidas y hombres enajenados. Este resultado es producto de un origen encubierto: duelo en el caso del niño; guerra a muerte en el caso de los hermanos que enfrentaron al padre en la horda primitiva. Esta ruptura, esta discontinuidad dentro de la historia en el origen de la historia actual, señala como fundamental para todo origen humano el enfrentamiento con el poderoso, con el déspota, y la lucha contra el poder que se opone a la satisfacción del deseo como la esencia misma del hombre.
            En el tercer capítulo tratamos de mostrar que este problema como necesidad de unir los dos extremos, lo individual y lo colectivo, estaba también presente en Marx. De ello resultaba que también en Marx el fundamento de lo individual estaba en lo colectivo, pero lo individual no era simplemente algo accidental que pudiera ser considerado como un excedente de la producción de un sistema, sino algo mas importante aun: era el lugar subjetivo donde se verificaba el sentido de toda organización histórica y social. Esta determinación reciproca entre lo colectivo y lo individual constituye la trama fundamental de todo proceso histórico. Todo sistema de producción es un sistema de producción de hombres.
            Comenzamos señalando la diferencia entre dos concepciones de la riqueza en Marx. En la descripción que hace de ella en El Capital la riqueza estaba reducida a la forma mercancía. Pero la “riqueza”, fuera de su forma burguesa, se refiere a la formación cualitativa de los individuos: nuevas capacidades, poderes de producción, de goce, etcétera, de los individuos, producidos en el intercambio universal. Esta interpretación “positiva” de la riqueza está presente ya desde los Manuscritos y se prolonga y se mantiene en sus obras de madurez. En los Grundrisse Marx se preguntaba por la riqueza diferenciándola de su forma burguesa: “Que es la riqueza –dice- sino la producción de nuevas capacidades, poderes de producción, de goce, etcétera, de los individuos, producida en el intercambio universal?” Quiere decir que el intercambio y la producción aparecen constituyendo nuevas capacidades y poderes en los hombres, y por lo tanto es aquí donde el sentido de lo universal, como coherencia entre sujetos y no entre conceptos, ese que esta desvirtuado y oculto en la presunta “universalidad” objetiva del intercambio de mercancías, aparece reencontrado el fundamento productor de los individuos, hombres en los cuales se verificaría el sentido de la cooperación que constituye el fundamento de todo orden histórico. Y con ello nos muestra que el contenido y las formas que organizan el “aparato psíquico” dependerán entonces del sistema social que lo produce.
            En esa última descripción mostramos el desarrollo de la cooperación hasta alcanzar la gran industria. El problema de la cooperación, tal como lo esboza Marx, no es simplemente un problema económico. Su sentido se revela mostrando el poder productor del hombre, desvirtuado en el sistema capitalista. La recuperación de este poder expropiado es fundamental para transformar cualquier proceso histórico en su verdadero nivel. Esta recuperación implica retornar a la fuente misma del poder social, donde el descubrimiento de lo verdaderamente colectivo incluye necesariamente la transformación personal.
            También desarrollamos el tránsito de la forma mercancía hasta alcanzar la forma dinero. Mostramos como se producía una desvirtuacion en el equivalente general, producto del intercambio. En tanto forma significante, simbólica, de una relación abierta a lo universal y expresándose en una formula lógica que la hace posible, aparecía sin embargo ocultando su sentido y su origen en el intercambio humano. Este ocultamiento se acentuaba aun mas cuando pasábamos del dinero a la moneda, y cuando de esta alcanzábamos al papel moneda. Aparecía así un tránsito del símbolo al signo, y lo que se perdía en este era precisamente el soporte material en el cual podía ser leído, como símbolo expresivo de su valor como materia transformada por el hombre, su referencia productiva: la presencia de un bien, de un valor de uso. Se perdía el origen colectivo e individual de la producción que llevo, en el intercambio, a la equivalencia entre mercancías diferentes porque todas ellas podía ser medidas por el consumo de la vida humana que era su fundamento. Es decir, el trabajo socialmente necesario insumido en esa producción.
            Mostramos luego, siguiendo la línea de lectura de los isomorfismos de los distintos niveles de análisis, la aparición histórica de la forma despótica, ahora en las formas más generales de los modos de producción. La forma despótica invertía las relaciones presentes en las anteriores organizaciones colectivas. Marcaba una reorganización, un nuevo sesgo en el dominio de la organización simbólica de los hombres, tal como esta se iba desarrollando hasta entonces en la historia. La creación de formas simbólicas esta necesariamente referida a la relación entre todo y partes, fundamentalmente al modo como los hombres producen, en la reflexión, la relación entre los individuos y la colectividad productiva de la que se forman parte: su inherencia a un todo colectivo. Cuando en la forma asiática aparece el déspota en tanto único propietario, padre de todas las comunidades que de el dependen, el déspota se convierte, en su presencia misma de dominador, en símbolo material del todo. El déspota colectivo, como si este fuese solo una prolongación de su propio cuerpo individual. Esta metamorfosis, que implica una inversión y un ocultamiento del poder colectivo donde una parte del tod aparece representando y usufructuando un poder que el solo doblego, constituye un momento crucial en el desarrollo de la historia.
            Esta organización social es, también, isomorfa con aquella que analizo Freud, cuando nos mostraba el lugar que ocupaba Cristo o el General en su descripción de la masa artificial. Allí la psicología individual, es decir la relación primera uno a Uno con el jefe, aparecía determinando la relación posterior, segunda, de estos individuos con sus semejantes. Pero este colectivo empírico, realmente presente como totalidad y multiplicidad de individuos, estaba desvirtuado y expropiado de su propio poder porque estaba usufructuado por el poder del jefe o del sacerdote, que lo utilizaba, por esa adhesión individual, como algo propio. Nos mostraba así que en el seno de una forma colectiva, de un grupo donde los hombres aparecían efectivamente integrados en el, seguía predominando y subsistiendo, pese a su ser colectivo, la dependencia uno a Uno como fundamental, es decir una forma de relación y dependencia que se apoyaba en la dominación de la psicología individual.
            En este capítulo trataremos de formular algo un poco diferente, pero que sigue el mismo derrotero. Vamos a relacionar todos estos problemas con otro campo, campo de batalla esa vez, porque se trata del problema de la guerra.
            Tendremos que acudir a Clausewitz, aunque este autor expresa un pensamiento anterior a la existencia tanto de Marx como de Freud. Anterior también a las formas de desarrollo capitalista tal como este aparece a fines del siglo XIX. Cabe preguntar que tienen que ver estos problemas que estamos desarrollando con el de la guerra. Sin embargo, tanto en Marx como en Freud el fundamento de toda organización social, desvirtuada en su poder colectivo, aparece siempre como resultado de un enfrentamiento, donde el dominio de la voluntad ajena es lo que está en juego. En el caso del niño, la sumisión resulta de un enfrentamiento con el padre en el duelo. En el caso del origen de la colectividad social, de las masas y sus instituciones, su organización primera resulto de un enfrentamiento donde los hijos dominados por el padre todopoderoso le dieron muerte y se reconocieron como comunidad fraterna. En el caso de Marx el proceso colectivo aparecía, en tanto lucha de clases, desvirtuado por la dominación de la mayoría de los hombres por minorías que tenían, como privilegio del poder, el uso de la fuerza. No es extraño que cuando Marx plantea la aparición del capitalismo deba explicar la paulatina expropiación histórica de los trabajadores han ido experimentando como fundamento y coronación de esta expropiación: despojados de la tierra, de los instrumentos de producción, de los medios de subsistencia, de las materias primas, hasta quedar el obrero como una pura subjetividad, sin objeto. El capitalismo corona la expropiación histórica, y solo esta le permite llegar al dominio de la voluntad, porque extendió hasta su extremo límite las condiciones de expropiación de la fuerza objetiva y subjetiva de producción de los hombres.
            Si el problema, en Marx y en Freud, es el de la violencia y de la dominación, y la recuperación del poder colectivo e individual el objetivo de la cura y la transformación social, ¿Qué pasa cuando tratamos de comprender este fenómeno interrogando a los estrategas de los países colonialistas, y por lo tanto dominadores, cuya misión consistió en analizar las condiciones que llevan al dominio de la voluntad ajena en su extremo limite, es decir por medio de la guerra? En el campo de la política –que es justamente desde el cual planteamos estos problemas- comprobamos que en este intento de superar el problema de dominación y recuperar el poder colectivo para poder así enfrentar el poder del dominador encontrábamos un límite: muchas veces seguían manejándose con las mismas categorías que el poder dominante había constituido para mantenernos como dependientes de él.
            Las categorías del individualismo burgués están presentes en todos los que participamos en los procesos políticos. El problema de la violencia, esa que en nuestro propio origen individual terminamos dirigiendo contra nosotros mismos, tiene que ser ahora dirigida contra el obstáculo exterior. Pero como no puede quedar planteada en términos individuales, nos presenta el problema de la ampliación del poder colectivo en el enfrentamiento histórico. Pero al mismo tiempo plantea la distancia que va entre algunas propuestas de izquierda, donde un grupo armado en determinadas condiciones se arroga la representación del poder colectivo, pero donde lo colectivo que constituye el fundamento del poder que habría que movilizar en la política es desconocido en su realidad: viven también de una representación solo mítica. Los hombres que forman parte de ese colectivo que se debe movilizar no siempre son reconocidos en la verdadera dimensión subjetiva histórica, y lo imaginario ocupa su lugar. Ya hemos visto que tanto en Marx como en Freud el fundamento de la solicitación humana no puede quedar detenido en un nivel superficial: el deseo habita al hombre, y no solo la necesidad. Un interés mucho más profundo, no siempre más difícil, habría que suscitar en los hombres para que estos puedan constituirse en un poderoso medio colectivo de recuperación del poder. No se lo podrá lograr si aun en el seno de lo colectivo mantenemos vigentes, en nuestra propia subjetividad, las categorías del individualismo burgués.
            Este problema está presente en la separación habitual que organiza el campo de la política y el de la guerra. En el campo de la política convencional parecería como si de pronto irrumpiera en él la guerra. Pero esta irrupción súbita de la guerra y el terror en el campo de la política considerada habitualmente como campo de paz, parecería que no tiene nada que ver con la política, es decir con lo que se elabora en ella. Como si no estuviera presente ya lo que aparecerá luego: la presencia de las fuerzas. ¿Qué sucede para que el terror triunfe y nos muestre que aquello con lo cual contábamos, el poder colectivo de los oprimidos, se revela como una pura representación sin fuerza? ¿No es este, acaso, el efecto de una ilusión de poder, es decir de una ilusión de contar con la fuerza?
            Lejos de mí, en este planteo, incitar alegremente a ninguna guerrilla; por el contrario, más bien deseo plantear sus condiciones de inoperancia en el campo de la política allí donde todavía este espacio está abierto para el juego de las fuerzas que elucidan su poder sin recurrir a la guerra. Nos interesa, mas bien, encontrar el problema de la violencia y del enfrentamiento presente ya en el campo de la política misma, porque es esto lo que constituye el nivel de encubrimiento del poder real.
            Pero esto nos presenta otro problema. Plantear el problema de la guerra en la política no implica, como dijimos, recurrir al guerrillerismo fácil que pretende, en tanto grupo armado, ser el representante del poder disperso de los oprimidos cuando, por el contrario, se trataría de constituirlo como poder efectivo. Simplemente queremos mostrar que esas concepciones parciales que así comienzan solo pueden terminar en el enfrentamiento desigual cuyas consecuencias han de pagar también todos aquellos que no estaban incluidos: un grupo enfrentando, en tanto aparato, a aquel otro que aparece instaurado como efectivo poder militar en el campo opuesto. Esta concepción de la lucha se ha revelado en muchos países como una prolongación de las categorías de derecha en el campo de la política. La guerra, por si mismo, no implica necesariamente un tránsito verdadero a la realidad porque este en ella siempre presente l riesgo de la muerte. Este transito directo a la guerra, y la negación del campo de la política, estar pese a todo presente en la guerra porque prolongara en ella la ineficacia ya presente en la política, precisamente la que llevo a desechar la política aun posible para pasar a la guerra. Si la guerra está presente en la política como violencia encubierta en la legalidad, se trata de profundizar la política para encontrar en ella las fuerzas colectivas que, por su presencia real, establezcan un límite al poder. La guerra ya está presente desde antes, solo que encubierta. Por eso decimos: no se trata de que neguemos la necesidad de la guerra, solo afirmamos que hay que encontrarla desde la política, y no fuera de ella. Porque de lo que se trata en la política es de suscitar las fuerzas colectivas sin las cuales ningún aparato podrá por si mismo vencer en la guerra.
            Uno de los problemas es, pues, incluir en el campo de la realidad esa presencia del enfrentamiento fundamental que da sentido a la elaboración de un nuevo poder y, por lo tanto, romper con el esquematismo de la separación entre guerra y política. Y relacionado con este problema se revela otro: la separación entre poder individual y poder colectivo. El poder colectivo tiene que ser también concebido desde el poder individual, pero no como una suma –uno más uno más uno, etcétera- sino para volver a encontrar desde allí el fundamento del poder colectivo que rompa los límites de la individualidad y expanda los poderes del cuerpo propio en el cuerpo común de la comunidad.
            Pero hay algo más. La teoría de la guerra es un modelo de ciencia social. Aquí ya no estamos en plena lucubración racional, donde todo puede ser pensado con toda impunidad, sin consecuencias. El planteo de la teoría de la guerra se prolonga necesariamente en la organización de la acción, y su verdad final –su coherencia- se verifica en la batalla, es decir en el enfrentamiento a muerte de las fuerzas. Aquí nada puede ser pensado impunemente, como en las demás ciencias. La estrategia se prolonga en la logística, en la organización material y menuda de los hombres y las fuerzas. En las otras ciencias universitarias –psicología, sociología, economía, etcétera- el momento de la praxis final está separado de su formulación teórica, y funciona como por encargo para los demás. La única teoría que en su formulación contiene los dos extremos es la teoría de la guerra. Nosotros –repito- podemos pensar todas las teorías que queramos, pero sin consecuencias. En cambio el estratega aparece también incluido en la verificación del sistema que propone, porque su fracaso o su éxito –su verdad o falsedad- están presentes en la muerte o en la vida que le negara o le dará la razón.
            Este riesgo de muerte, por lo que hemos visto en Marx y en Freud, aparecería radiado en las ciencias sociales, pese a que ellos mostraran que la violencia, la guerra y la muerte estaban como fundamento de la organización social e individual. La teoría de la guerra encuentra explícitamente este planteo, aunque en otro nivel. Allí, dijimos, no hay nada que pueda ser pensado impunemente. Todo pensamiento encuentra su verificación prolongándose necesariamente hacia la realidad, donde los del “bando contrario” los de la teoría y la realidad opuesta, pueden llevarnos al aniquilamiento por haber pensado, y por lo tanto obrado, mal. Es el fondo del peligro del propio aniquilamiento que le da a la teoría esa fruición especial, desde la cual pensó Clausewitz. Pero si fue así, es porque radicalizo su pensar habitual y encontró, en algún nivel que ya veremos, aquello que estaría explícitamente presente en Freud y en Marx.
            Encontramos que la teoría de la guerra de Clausewitz, mas allá de lo que nosotros habíamos ido a buscar en ella –el enfrentamiento radical y su término posible en el aniquilamiento- contenía ya -¡oh sorpresa! el planteo freudiano, el problema del duelo edipico como fundamento y necesaria apertura para extender y comprender la realidad, y esto como una condición de eficacia en la guerra. Así lo mas individual, la subjetividad del jefe de guerra, era determinante en la racionalidad mas colectiva del enfrentamiento armado y de su estrategia.
            En un principio nos dijimos: bueno, puede que esto sea solo un delirio personal del lector que era yo, y por lo tanto uno iría proyectando el esquema del Edipo sobre todo lo que lee, y trataría tenazmente de confirmarlo allí. Pero no: a medida que desarrollábamos la lectura íbamos viendo que por lo menos el delirio era de a dos, el de Clausewitz y del lector. Que los hombres venían delirando, y tratando de superar el delirio, desde mucho más atrás.
            Propondré entonces esta interpretación de Clausewitz siguiendo el texto de Clausewitz mismo. General de Federico II, hijo de un general fracasado, incierto de su origen noble, Clausewitz formaba parte de una camada de hijos, cuatro, que el padre tenazmente dirigió hacia la carrera militar para que obtuvieran allí la gloria o el reconocimiento social que él no había alcanzado. Este problema, el de la bastardía social de Clausewitz, es importante en su vida. Su origen, si bien noble, se había perdido en su familia, puesto que eligieron profesiones que la ponían fuera de la nobleza, y según parece había hasta algún profesor de filosofía entre sus antecesores más próximos. Para ser oficial del ejército prusiano era preciso ser noble, y esta nobleza discutible de Clausewitz fue un rasgo contradictorio en su personalidad. Esto lo señala también Raymond Aron cuando sugiere la posibilidad de analizar la personalidad de Clausewitz desde la perspectiva de la psicología profunda, es decir de Freud. No que Raymon Aron, hombre de derecha, quien dedico dos excelentes volúmenes a analizar la obra de Clausewitz –Penser la guerre (2 vols.Gallimard, Paris)-, considere que la estructura contradictoria de la personalidad de Clausewitz pueda prolongarse en el análisis de su teoría, pero si sugiere que algo allí, en lo más personal, aparece como lugar donde el pensamiento de la guerra, al originarse, determina también su sentido.

            En su libro De la guerra Clausewitz solo valida, como acabado, como representando definitivamente su pensamiento elaborado y final, el primer capítulo del primer libro del volumen. De un tomo de alrededor de 600 páginas, solo entonces en las primeras quince. En especial vamos a analizar este primer libro y veremos aparecer allí, en la descripción que Clausewitz mismo hace, la posibilidad de interpretar su formulación teórica como un planteo que parte de la matriz edipica para descubrir la esencia de la guerra. En verdad se trata de una interpretación, pero veremos que esta sugerida por el propio Clausewitz. Ello no debe llamarnos la atención, porque el descubrimiento de Freud, la formulación simbólica y teórica se refiere, en tanto modelo, a una estructura real. Freud no inventa el Edipo, lo encuentra en tanto tal regulando la estructura subjetiva, el aparato psíquico de los individuos que viven en sociedad. Y Clausewitz elabora su teoría partiendo también de la realidad, una sociedad que pese al tiempo es común con aquella en la que vivió Freud, y también nosotros, ¿Por qué no? La matriz edipica preexistía a su conocimiento; entonces lo que podemos hacer es en la obra de Clausewitz, un “retorno”, y verificar que, retrospectivamente, le da la razón, mas allá de su tiempo, a Freud.(continuara….,-el dactilógrafo-)

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